El auge del consumo de cannabis entre los jóvenes toca a las puertas de las consultas de salud mental de Osakidetza. Las terapias para superar la adicción a los porros se han duplicado en la última década en Euskadi y cada año acuden por este motivo casi medio millar de personas a los centros de salud mental de la sanidad pública vasca, centros concertados y fundaciones privadas de rehabilitación, según destaca un reciente informe del Departamento vasco de Salud, que repasa la evolución de los tratamientos por dependencia de sustancias psicoactivas en Euskadi.
El estudio sobrevuela dos décadas de atención especializada a personas con adicciones a las drogas y, aunque no es una investigación sobre la evolución del consumo de las diferentes sustancias -legales e ilegales-, sí permite observar los casos que llegan a consulta. En total, 2.460 personas se encontraban en tratamiento por alguna adicción a las drogas en 2016, último año con datos oficiales. No está recogido el tabaco, porque el tratamiento se realiza en consultas de Atención Primaria. Sí figura en letras destacadas el alcohol, «la droga que más consumimos y que más consecuencias tiene sobre la salud», subraya Rodrigo Oraa, psiquiatra especializado en la atención de adicciones de la red de salud mental de Osakidetza.
Casi la mitad de las consultas por adicciones tienen a las bebidas alcohólicas como causa principal. En 2016, 1.068 personas acarreaban graves problemas de alcoholismo, una cifra superior a la suma de terapias por cannabis y cocaína y que los expertos consideran solo la punta del iceberg de un problema mucho más extendido pero que, habitualmente, suele atenderse en los ambulatorios o en las consultas externas de los hospitales por problemas de salud derivados (cirrosis, enfermedades cardiovasculares, cánceres…). Los casos que se derivan a la red de salud mental implican ya una grave dependencia, con daños que requieren una intervención psiquiátrica.
El consumo de cannabis tampoco ha sido hasta hace poco tiempo un motivo de consulta habitual en los centros de salud mental de Osakidetza. «Hace unos años chocaba encontrarse con una consulta por adicción al cannabis», admite Oraa. Hoy, en cambio, la frase «no consigo dejar de fumar porros» es una de las más escuchadas en boca de los pacientes. El impacto del consumo de cannabis aumenta de forma llamativa. En 1996, 68 personas solicitaron tratamiento por este motivo; diez años después, eran 189, y en 2016, la cifra se elevó hasta las 439 personas. Los pacientes derivados a los centros de salud mental por esta causa ya igualan a las consultas para rehabilitarse de la adicción a la cocaína, hasta ahora la droga más habitual entre los pacientes, después del alcohol.
En pleno debate sobre la regulación de los clubes cannábicos, el psiquiatra insiste en señalar que «no es una sustancia sin consecuencias para la salud» y advierte de la «baja percepción del riesgo», especialmente entre los jóvenes. Oraa avisa de que «la percepción de gravedad del tabaco y el cannabis se ha invertido» y se empieza a asociar efectos más nocivos a los cigarrillos que a los porros. «Ya hay jóvenes que lo consideran menos peligroso que el tabaco», constata. No se trata de alarmar por que un joven haya fumado un porro, pero sí de informar sobre las consecuencias de un consumo abusivo que puede derivar en una adicción.
La relación con la aparición de enfermedades mentales es estrecha. Se calcula que alrededor de una de cada diez personas que tienen contacto con una droga terminan desarrollando un trastorno adictivo. Y muchas de ellas asocian otros trastornos mentales en lo que se llama patología dual. «Hay una interrelación muy clara, aunque es difícil saber si es antes el consumo que la enfermedad o a la inversa», si es antes el huevo o la gallina. Lo que en las consultas de salud mental tienen claro es que el consumo de drogas siempre oculta otros problemas.
«La droga es como la fiebre, un síntoma de que algo va mal», sostiene Oraa, a quien le gusta hablar del abordaje clínico que hacen «con cada persona» y no tanto por tipo de droga o adicción, puesto que además el consumo de diferentes sustancias suele ser un perfil habitual. «Es muy raro que alguien que tome cocaína y no pueda dormir no recurra al alcohol, tranquilizantes, cannabis…», pone como ejemplo.
La corta edad en la que los adolescentes se inician en el consumo de cannabis -sobre los 15 años- añade un grado de dificultad cuando aparecen los problemas mentales. «Las posibilidades de recuperación dependen del tipo de sustancia y de cómo estén afectados otros aspectos de la vida, desde su salud, su vida familiar o su entorno. Pero siempre es más fácil resolver los problemas cuando la casa se ha construido con cimientos sólidos y no cuando ya se vienen arrastrando desde una edad joven», lo que ha podido afectar a los estudios, a las posibilidades de encontrar un trabajo y al desarrollo personal en general. A la negación del problema, «un clásico» con las adicciones, hay que añadir otro peligro invisible: el estigma. «Sigue habiendo una barrera para pedir ayuda, en general con cualquier tipo de adicción», advierte Oraa.
El retraso en el acceso a un tratamiento supone graves consecuencias en la evolución de la enfermedad, recordó en unas jornadas recientes la Sociedad Científica Española de Estudios sobre el Alcohol, el Alcoholismo y las Otras Toxicomanías (Socidrogalcohol), a la que pertenece. «El retraso en el diagnóstico y la falta de acceso al tratamiento es consecuencia del estigma que sufren los afectados por tener una enfermedad mal vista y de la que la sociedad los considera culpables, y esto los hace muy vulnerables», una etiqueta de la que todavía hoy es difícil de desprenderse, lamenta.